martes, 9 de julio de 2013

Sin esperanza




Ella descendía  la montaña coronada con azules tornasolados, luminosa por los rayos del sol que calentaban la tierra saturando el aire con su sabor a grandeza. Entre las enormes rocas, las sombras fugitivas, cada vez más pequeñas ante el avance de la luz, intentaban esconderse entre las grietas, dejando un rastro con olor a desesperanza.  Pudo sentir pena por ellas, aun cuando por las noches se sentían dueñas de todo.
 Desechando los sombríos pensamientos que le dejaban un sabor fuerte, a uvas avinagradas, decidió disfrutar de la belleza de todo. Entonces se dejó ir libre, extendida sobre la tierra, siguiendo la superficie y el contorno de plantas y rocas, disolviéndose como río, para momentos después, desplegar sus alas como paloma y surcar los aires. Se sintió pequeña ante el espacio sin límites y fue águila, dejó escuchar su grito a la vida y el eco se lo devolvió con sabor a sangre,  de la tierra herida que moría. Supo que era la despedida de un mundo de colores, de sabor y de alegría, que la ignorancia y la necedad del hombre, estaban destruyendo sin remedio el planeta, en intentos agónicos, rescataba cauces de ríos que le habían sido arrebatados y los recuperaba a sangre y lodo. La humanidad pagaba un alto precio por su soberbia. Pero ella sabía que no se puede dominar un río, no se puede cazar un águila, sin que la naturaleza pase la cuenta. De pronto, con dolor, fue detenido su vuelo, aterrada cayó gritando su despedida. El hombre abajo, satisfecho, gozaba su puntería, el rifle aún humeante.
La bala debajo de la piel, dormida, inocente, no sabía que cortaba el hilo de su vida. Con ella morían la montaña, el río, los árboles; el cielo clamaba de dolor. La esperanza agonizaba.


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