Ella
descendía la montaña coronada con azules
tornasolados, luminosa por los rayos del sol que calentaban la tierra saturando
el aire con su sabor a grandeza. Entre las enormes rocas, las sombras
fugitivas, cada vez más pequeñas ante el avance de la luz, intentaban
esconderse entre las grietas, dejando un rastro con olor a desesperanza. Pudo sentir pena por ellas, aun cuando por
las noches se sentían dueñas de todo.
Desechando los sombríos pensamientos que le
dejaban un sabor fuerte, a uvas avinagradas, decidió disfrutar de la belleza de
todo. Entonces se dejó ir libre, extendida sobre la tierra, siguiendo la
superficie y el contorno de plantas y rocas, disolviéndose como río, para
momentos después, desplegar sus alas como paloma y surcar los aires. Se sintió
pequeña ante el espacio sin límites y fue águila, dejó escuchar su grito a la
vida y el eco se lo devolvió con sabor a sangre, de la tierra herida que moría. Supo que era
la despedida de un mundo de colores, de sabor y de alegría, que la ignorancia y
la necedad del hombre, estaban destruyendo sin remedio el planeta, en intentos
agónicos, rescataba cauces de ríos que le habían sido arrebatados y los
recuperaba a sangre y lodo. La humanidad pagaba un alto precio por su soberbia.
Pero ella sabía que no se puede dominar un río, no se puede cazar un águila,
sin que la naturaleza pase la cuenta. De pronto, con dolor, fue detenido su
vuelo, aterrada cayó gritando su despedida. El hombre abajo, satisfecho, gozaba
su puntería, el rifle aún humeante.
La
bala debajo de la piel, dormida, inocente, no sabía que cortaba el hilo de su
vida. Con ella morían la montaña, el río, los árboles; el cielo clamaba de
dolor. La esperanza agonizaba.
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