Los
árboles del patio movían sus ramas de forma extraña, era como si estuvieran
habitadas por monos invisibles y ante su peso se doblaran gimiendo. Nerviosa me
levanté y fui hacia la ventana para mirar más de cerca. Ellas seguían con su
danza y mientras buscaba el motivo me di cuenta de que las estrellas lucían
apagadas, como marchitándose y ajenas a la noche que era muy negra. Mi corazón empezó a latir como cuando
presiento desastres, esos por los que me temen y causo miedo y rechazo.
Entonces lo sentí a él, no tenía esa luz viva que me quita el frío de los
huesos, era tibia y triste; presentí una nueva despedida en mi vida. Una
importante que me rompería el alma, si es que aún la conservo entera; quizá era
su hora de partir y lo más doloroso, que su ida iba a ser sin retorno. El temor
parecía convertirme en fragmentos que ante el viento no eran nada, y pensé que
pronto sería sólo partículas al aire. Con mi voz de silencio le pedí que no me
deje, con un grito interno de angustia le rogué que me lleve. No me respondió,
pero en su mirada pude leer un sentimiento profundo, era mucha la pena de la despedida.
Después
se fue despejando la noche y las estrellas recobraron su brillo, los árboles la
calma y el cielo se volvió tan profundo que me pregunté qué tan lejana sería la
distancia de su despedida. Desperté llorando, como una niña que se encuentra
perdida en tierra ajena y rodeada de enemigos. Intenté tocar lo intangible y
mis manos, con la razón y la lógica, siguieron vacías al no encontrar de dónde
asirme para escalar y buscar hasta encontrarlo.
Todavía
hoy tengo miedo y dejé que lo
secuestraran mis ojos y lo profundicé en mi pensamiento, y me aferré a sus
palabras como si eso me pudiera salvar de ahogarme en un futuro, que no sé si
podré sobrevivir cuando llegue y me lo arrebate en la realidad de ese sueño.
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